16 de enero de 1992.
Así lo recuerdo.
Por Hv
Eran
días de adolescencia. Convulsa adolescencia. Jugaba un buen mascón en la
penúltima noche de 1991, entre los ripios y baches de los pasajes de una de las
colonias más antiguas de San Salvador. Las grandes jugadas, desarrolladas en el
reducido espacio físico pero inmenso en nuestro imaginario pueril, nos llevaban
–como a casi todo infante hijo de trabajadores en el hemisferio- a imaginar
apoteósicas anotaciones, emulando quizá al “Papo” Castro Borja, a la “muerte” Estrada
Cuerno, “Mágico” Gonzáles, al chileno Raúl Toro Basáez o las hazañas locales e
internacionales del todopoderoso Luis Angel Firpo, equipo al que nunca he sido
aficionado, pero que fue el mejor de aquellos días.
Algún
vecino-jugador, había cumplido el imperativo de su madre de ir a cenar antes de
seguir jugando, tiempo en el que alcanzó a escuchar de sus padres que en las
noticias habían dicho que “firmaron la
Paz”. El comentario llegó al imaginario campo de juego y se
tomó con la seriedad con la que un niño toma las cuestiones políticas del
momento. “Si om…demole puee”, (traducción: ¡Sigamos jugando mejor!).
El
desdén a la noticia, quizá se explica a razón que nuestras cortas vidas hasta
entonces se desarrollaron entre los toques de queda, las acciones militares de
los comandos urbanos de las fuerzas guerrilleras y los constantes cateos a
nuestras casas por parte de la Guardia Nacional provenientes
del cuartel de la Primera Brigada
de Infantería incrustada astuta y cobardemente en medio de una colonia
residencial. Los bombazos y metrallas se confundían en el estruendo de los
petardos, cuetes, morteros y silbadores al finalizar cada año. Así fuimos sorprendidos por la ofensiva
guerrillera de noviembre de 1989. ¡Jugando fútbol! No fue sino hasta los bombardeos
aéreos indiscriminados contra las colonias de Mejicanos, Zacamil, Soyapango
entre otras donde habitaban familiares y amigos, que siendo niños supimos con
certeza que se trataba del arribo del conflicto a la ciudad capital, porque lo
que supimos de la guerra, lo supimos por los muertos que encontrábamos en las
calles, por las interminables oraciones en las escuelas y colegios pidiendo por
la paz que nos acompañaron desde que obtuvimos uso de razón, por las sesgadas
cadenas nacionales de radio y televisión del COPREFA (Comité de Prensa de la Fuerza Armada), por los
panfletos de propaganda de la Fuerza Armada
que caían del cielo y dejaban bajo las puertas de nuestras casas, y muy poco
por la sintonía proscrita de la señal de Radio Venceremos y los cassettes de
música prohibida de entonces (Guaraguau, Inti Illimani, Silvio Rodríguez, entre
otros).
Desde
que tengo uso de razón escuché noticias en radio todas las noches gracias a mi
padre, en una vieja radio cassetera portátil marca “Coroner”, y de ahí mi
adicción a ellas. Y gracias a mi madre
me pregunté siempre el por qué de las cosas. Así me interesé en la realidad. Como
en vacaciones no había nada mejor que el fútbol, pero no era posible jugarlo
todo el día, el resto del tiempo leía, los periódicos y las enciclopedias que
mi padre con gran esfuerzo compraba a pagos. Entre los amigos de la calle nadie
hablaba sobre el conflicto, nadie tomaba parte. En el colegio tampoco. Mas
tarde entendí que eso respondía a que en un país tan pequeño,”nunca sabés quién
te ve o escucha”. Mas tarde también entendí las instrucciones precisas de mi
madre sobre qué responder si me preguntan a tal o cual cosa y a quiénes.
La
noticia de la firma de los acuerdos llegó asÍ no más el último día de 1991, sin
pena ni gloria. Sin expectativas. Como la noticia de cada ronda del diálogo
negociación.
El 16 de enero
Ese
día amaneció festivo. Nublado y caluroso, pero festivo. Un ambiente de
optimismo, alegre. Todas las personas hablaban de la “paz”. Todos los vecinos:
la tortillera, Don Jaime de la tienda de la esquina, los rescatistas de la Brigada de Rescate
Internacional en la otra esquina, y mis padres. Se anunció la transmisión en
cadena del evento desde Ciudad de México. El presentador de noticias de
entonces, Ernesto Rivas, iba a conducir y narrar la transmisión.
Aquel
fue de los pocos momentos que mi familia se reunió toda a ver la televisión -el único aparato de la casa que pudo lograrlo-
. Así almorzamos, juntos, y ya no
recuerdo qué. Un momento memorable de la transmisión fue cuando Alfredo Félix Cristiani Burkard, entonces de
41 años de edad, rompe el protocolo para abrazar a la Comandancia General
del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional,
FMLN. (Con esa rimbombancia recuerdo cada vez que se mencionaba en casa “La
comandancia”) para sellar el pacto con un beso a su joven esposa pero de
cabello completamente blanco Margarita de Cristiani.
Al
caer la tarde, mis padres me autorizaron a ir con unos amigos –más grandes que
yo- a la celebración a la Plaza Cívica. Nunca me lo dijeron, pero creo que querían
que viera ese acontecimiento histórico. Tomando la ruta de buses 20 se llega
fácil desde la casa donde crecí al centro capitalino. Caminamos. Yo disfrutaba
aquello. Mi piel se erizaba como lo hace mientras escribo esto. Vi pañoletas
rojas por doquier. Mantas. Gente muy delgada, hombres con barba y bigotes
abrazándose por todos lados. (En aquellos días usar barba era razón suficiente
para desaparecer. Tan solo unos meses antes, un estudiante del Instituto
Ricaldone había sido asesinado por la Guardia Nacional tan solo por
llevar un libro de un autor con barba). Consignas y música que hasta aquel
momento no escuchaba sin la ansiedad de lo proscrito. Y caras conocidas en
aquella multitudinaria reunión.
Una
marcha de antorchas cruzaba las calles aledañas a Plaza Cívica. Las llamas eran
aquellos que no alcanzaron ver el acontecimiento. Nos acercamos a Plaza
Libertad – a unos metros de Plaza Cívica- donde afectos al partido ARENA
celebraban a su manera. Ahí, gente blanca, de buen vestir. Zarcos, nariz
respingada, ondeando banderas tricolores. Del “ángel de la libertad”,
descendían hileras de banderitas tricolores. No quisimos quedarnos ahí, solo
quisimos ver, constatar lo que no éramos. A fin de cuentas era un acontecimiento
histórico de”reconciliación”.Volvimos sin demora a Plaza Cívica. Una gigantesca cara a luz y sombra de
Farabundo Martí descendía sobre la fachada de la desvencijada catedral
metropolitana. El imponente rostro, se rodeaba de infinidad de pequeñas mantas,
con igual cantidad de siglas y consignas. En Palacio Nacional, otras mantas
sustituyeron los vitrales. Sobresalía una grande con las letras FMLN. El
conglomerado en espera ansiosa del arribo de la “Comandancia General”. Mas tarde, las luces intermitentes de un
avión se asomaban en el horizonte. Nuestra experiencia infantil nos decía que
no se trataba ni de un fuga magíster, ni un A37 Dragón Fly, menos de un
helicóptero. El zumbido era distinto y el tamaño también. A
nadie llamó la atención hasta que comenzó a volar bajo y dio vueltas sobre el
centro capitalino. En la multitud se escuchó:” ¡Ahí viene la comandancia! ,¡Ahí
viene la comandancia! En su bajo vuelo, se alcanzó a ver el iluminado interior
y el logo de TACA. Jamás olvidaré eso. Años
después supe de un piloto militar que los protocolos de seguridad para un vuelo
de pasajeros sugieren que una maniobra de ese tipo no puede realizarse por su
alto riesgo. Supongo que al piloto de la aeronave le superó el momento
histórico que vivíamos los salvadoreños. A fin de cuentas- quizá pensó el
piloto- es una vez que pasan este tipo de cosas.
Así
transcurrió la celebración de los llamados “Acuerdos de Paz”, aquel 16 de enero
de 1992. Así la recuerdo. En julio de ese año ocurrió el eclipse total de sol y
en septiembre vi por última vez a mi madre. Mi madre pudo ver esos
acontecimientos, pero nos falto tiempo para ahondar en los rincones de su
pensamiento político.
A
21 años del suceso, la vida me permitió el privilegio de estrechar las manos de
algunos de los firmantes de los acuerdos y otros que detrás los hicieron
posibles y compartir espacios políticos con ellos/as. Y me permitió el aún más
grande privilegio de estrechar las manos
y rendir homenaje cada vez que puedo a quienes empuñaron fusil e hicieron
lo que de sus competencias y habilidades correspondía para acudir al momento,
pelear por la libertad, la democracia y la justicia, dieron lo único y más
valioso que tenían –sus vidas- aún a costa de sangre, tortura y dejar lejos a
sus familias, todo para que yo pudiera humildemente escribir esto y empujar lo
que hace falta para conseguir un mundo mejor al que nos dejaron.